Era el
primer año que acudía solo a la gran feria medieval de Villanueva
del Ciprés. Normalmente me acompañaban mi hermano Pablo y Clara, mi
mujer. Pero dos meses antes de la feria decidieron abandonarme.
Juntos.
El
tintineo de los pendientes colganderos de un puesto de bisutería me
dió la bienvenida. Miré todas esas artesanías fabricadas con
alambre y piedras y recordé lo mucho que le atraían a mi mujer
aquellas baratijas. Corrijo: a mi exmujer.
Siempre
me pedía que le regalase algo así por sorpresa y resoplaba cuando
yo le respondía que prefería que los eligiera ella misma. Al final
fue ella quien me dió la sorpresa.
Más
allá de los puestos de bisutería, el intenso aroma del queso curado
invadió mi olfato y mis recuerdos; vi con total claridad a Pablo en
mi cocina devorando con avidez el queso que compramos el año pasado.
Mi
hermano se pirraba por la comida y su metabolismo era envidiado por
todos sus semejantes. Por si la naturaleza no había sido lo
suficientemente generosa con él, unos ojos claros y un cabello que
obviaba el paso del tiempo hacían el resto. Pablo, el soltero de oro
de la familia.
El
soltero de oro que se comió la mitad de mi queso y también el
chorizo que Clara compró, un chorizo de un cerdo que no lo sería
tanto como ellos dos.
Basta.
Yo he venido aquí a distraerme.
A mí no
me fascinaba la artesanía ni la comida, (aunque la barriga que
comenzaba a asomar por encima del cinturón dijera lo contrario), lo
que de verdad me atraía eran los espectáculos que montaban en la
plaza empedrada que había justo al lado de la feria: faquires,
fuego, batucadas...
En un
mundo tan industrializado como el nuestro, el poder de atracción de
algo tan primario como el sonido o el fuego, me parecía mágico.
Mientras todos les contemplábamos en silencio nos sentíamos
sorprendidos y felices. En esos momentos era como si volviéramos a
ser niños.
Absorto
en mis pensamientos, me sobresalté cuando alguien me cortó el paso.
Una mujer cuyos cabellos rojos sobresalían de un pañuelo morado
lleno de estrellas, me agarró el brazo:
-¿Quiere
que le lea la mano?- me preguntó con los ojos muy abiertos.
-No,
gracias- respondí intentando parecer educado.
Aun así,
cogió mi mano y recorrió una de las líneas con el filo de su larga
uña índice:
-Viene
aquí a encontrar la paz. En el ruido la encontrará.
Bien.
Me encantan las galletitas de la suerte. Gracias por su haiku, señora
del pañuelo morado.
Muy
hábil por su parte decirle eso a un hombre que acudía solo a una
feria. Una feria en la que el hombre de la tómbola instaba a los
viandantes a probar suerte, un niño pedía a gritos un perrito que
se movía como si estuviera poseído y las canciones de los puestos
se mezclaban unas con otras. Muy hábil, mi querida adivina.
Le miré
con escepticismo y coloqué un euro en la mano que aún tenía
abierta.
Me ató
una pulsera en la muñeca sin pedir permiso. De ella colgaba una
piedrecita que, según la adivina, me daría suerte. Pues vale.
No pude
evitar ser masoca e irónico a partes iguales: compré queso en el
mismo puesto de siempre. Observé con pena a un burro cuyos lomos
tenían que soportar la carga de dos escandalosos niños. El polvo de
un puesto lleno de libros de segunda mano me hizo estornudar, pero
aún así me detuve para regalarme una antigua edición de Grandes
Esperanzas de Dickens.
Miré de
reojo los puestos que ofrecían los restos de unos arbustos
aromatizados en pequeños cuencos de mimbre. Los cartelitos que
acompañaban aseguraban que eran útiles para el mal de amores y los
dolores si se tomaba en infusión o se hacían emplastos con ellos.
Me reí con disimulo. Sólo creía que esos efectos fueran reales si
la gente se las fumaba.
Habían
muchas personas allí paradas observando con interés, yo decidí
recurrir a algo más tradicional y efectivo para subir mi ánimo: me
detuve ante un puesto de algodón de azúcar y pedí uno.
Un
hombre, que supuse que llevaba allí tantos años que sería algo así
como el chef de los algodones de azúcar, se dispuso a enrollar la
masa rosa sobre el palito, cuando, una mujer que parecía su hija, le
apartó con delicadeza. El cascabel que descansaba entre sus
clavículas tintineaba mientras movía todo aquel azúcar. Encima de
su blanca sonrisa, un aro le brillaba en la nariz. Un puñado de
rastas descansaban sobre su vestimenta, entre hippy y medieval.
-Apuesto
a que es la primera vez que una mujer le regala flores- dijo con una
sonrisa traviesa mientras me tendía un algodón de azúcar con una
forma nada habitual.
Yo le
devolví la sonrisa y le di las gracias mientras ella me seguía
mirando a los ojos.
Era
guapa. Pero bastante más joven que yo. Y seguro que aquella broma se
la hacía a todos los hombres.
Seguí
caminando un largo rato sin mirar hacia ningún lado, mientras me
pringaba los dedos y pensaba en aquella mujer tan peculiar. La
alegría que transmitía parecía haberse pegado en aquella masa
hipercalórica, y, para mi sorpresa, yo la engullía en cada bocado.
Cuando
acabé mi dulce, vi que en la plaza ya se agolpaba el gentío y me
acerqué al grupo heterogéneo que se había formado.
A Pablo
le encantaban este tipo de espectáculos. Sin embargo, Clara los
odiaba y siempre se quedaba rezagada en algún puesto mientras
nosotros disfrutábamos de la energía y ritmo de aquellos chavales.
Demasiado
ruido, decía...
Un grupo
de jóvenes se colocaron en el centro de la plaza. La batucada estaba
a punto de comenzar. Unos ojos me miraron fijamente y después rieron
al mirar mi mano derecha: el palito desnudo del algodón todavía
estaba allí. Me guiñó un ojo y por primera vez en mucho tiempo fui
capaz de sonreír con la mirada. Entonces, los tambores comenzaron a
sonar.
(Relato perteneciente al taller de Literautas "Móntame una escena", que aparece en el tercer libro de dicho taller.)
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