Quizás porque su mundo le deprimía o
quizás porque sintió que ya no tenía nada, lo abandonó todo. El
apoyo de su mejor amiga, y el ajado ejemplar de El guardián Entre el
Centeno que le regaló, sus únicos acompañantes. Se instaló en un
pueblo en el que parecía que el señor Tiempo no había pasado en
treinta años.
Mientras paseaba, el escaparate de una
tienda hizo que se detuviera.
Un ejemplar de El Guardián entre el
Centeno, todavía más antiguo que el suyo parecía sonreírle a
través del cristal. Junto a él, libros tan dispares como El retrato
de Dorian Gray, El Quijote y Romeo y Julieta se apoyaban unos en
otros como actores saludando al final de una función.
Una pluma que prometía haber
pertenecido al mismísimo Cervantes, descansaba delante de ellos como
la estrella principal. A la derecha de la composición una hilera de
soldaditos de plomo parecía vigilarlo todo.
Al cruzar la puerta, el tintineo
metálico del móvil que había en el techo, hizo que un hombre
menudo, con gafas, apareciera detrás del mostrador.
-Buenos días, señorita ¿Qué desea?-
le preguntó con una sonrisa-.
-Buenos días, lo cierto es que no lo
sé- respondió titubeando-.
El anciano amplió su sonrisa, y con un
gesto de sus manos, la invitó a curiosear por la tienda.
Se dirigió hacia una vitrina y sus
ojos se posaron en una caja de música, una miniatura de tío vivo,
un ajedrez de madera y una pluma con su tintero. Aquellos objetos
contenían ecos del pasado.
A pesar de no haber tenido nunca una
caja de música. Ni haber montado nunca en un tío vivo. A pesar de
que nadie hubiera confiado en su habilidad con la pluma.
Sin embargo, a jugar al
ajedrez,aprendió a jugar tan pronto como a escribir. Su padre se
empeñó en ello.
Sin haber repartido tickets, las
lágrimas estaban pidiendo turno en sus ojos y se desparramaron por
sus mejillas. Buscó con nerviosismo un pañuelo en su bolso,
mientras se reprendía a sí misma por ponerse a llorar en una
tienda.
No oyó acercarse al anciano, pero
estaba su lado ofreciéndole un pañuelo.
-Eres nueva en el pueblo, ¿verdad?-
-Sí-dijo ella intentando reponerse-.
Él asintió y fue a la trastienda.
Apareció con una caja de cartón.
-Este es mi regalo de bienvenida. Son
libros, seguro que te gustarán. No creas que soy adivino, es que
Salinger se está saliendo de tu bolso- le guiñó un ojo- .
Ella miró debajo de su brazo y comenzó
a reír con los ojos aún llorosos.
-Por cierto, me llamo Baltasar- dijo
tendiéndole la mano.
-Julia- respondió estrechándola-.
Agradeció a Baltasar su regalo y se
despidió. En la calle, chocó con una niña que iba corriendo y la
caja saltó por los aires.
-Perdone señorita, lo siento- repetía
mientras recogía los libros-.
Julia miró la dentadura mellada de la
niña, su flequillo desigual y sus orejas de soplillo y se quedó
atónita: era el retrato andante de la foto que tenía en su mesita
de noche. Esa foto en la que aparecía junto a su abuelo.
La niña le devolvió la caja y antes
de que pudiera mediar palabra ya estaba en el interior de la tienda
dando botes.
(Este texto lo escribí inspirándome en la primera escena propuesta en el Taller de Escritura de Literautas, para más información, visita su página: Literautas, Taller de Escritura)
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