Repuntando vidas...

El olor a pegamento para zapatos envolvía el taller. Los pequeños hilitos que no habían encontrado su creación, se esparcían aquí y allá, como piezas que no encajan. En las paredes, manchas de humedad y calendarios de flores; debajo de ellas, grandes cajas de plástico acumulaban el trabajo de las zapateras. El traqueteo de las máquinas de coser tan sólo cesaba cuando se terminaba el hilo o había que subir el volumen de la radio para escuchar los éxitos del momento y canciones de amor dedicadas:

- Para Loli.. eh... mi mujer... que la quiero mucho

-Qué le habrá hecho Don Pepe ahora a su mujer...- decía Rocío.

Trini asentía sin levantar la vista de las costuras del zapato que cosía mientras hablaba de un hombre fuerte y rudo, "como los hombres deben ser". Creo que dijo que era un actor de esos que siempre dan patadas en las películas. Pese a la robustez de sus piernas, ese hombre las abría como una bailarina, como las tijeras con las que ella cortaba los patrones para zapatos. O eso decía ella...

A nuestra corta edad no entendimos porque esa habilidad impresionaba tanto a la zapatera. Decía, entre risas, que soñaba con que la secuestrara de aquel taller y hasta del mundo.

¿Por qué? Me preguntaba yo. Si tiene un marido y un hijo de nuestra edad.

La vida acabó por responderme: Pues por eso mismo...

Rocío le decía que se acabaría por acostumbrar, que todas las mujeres soñaban con esos fornidos venezolanos que salían en las telenovelas, pero que acaban acostumbrándose a su hombre. Trini la miraba con escepticismo y pena.

Nosotras, las mirábamos de reojo mientras leíamos la SuperPop; no queríamos que se notara que estábamos escuchando "conversaciones de mayores".

 Además, nuestra revista era mucho más fácil de entender: era como echar un vistazo al futuro: aquellos chicos que aparecían eran iguales que nuestros futuros novios y esas chicas, como nosotras seríamos a su edad: delgadas y sin gafas. O eso decíamos nosotras...
Nunca nos casaríamos (no queríamos ser tan desgraciadas como Trini y desear que un hombre que se abría como unas tijeras nos secuestrara. Aquello se nos antojaba tan siniestro como un capítulo de Los Misterios de la Cripta) y viviríamos juntas en una bonita ciudad. Nuestra casa estaría llena de libros y vestidos con los que iríamos a la oficina. Puede que trabajáramos de periodistas o escritoras.
Cuando Rocío y Trini cesaban su parloteo sobre detergentes y arroces para escuchar con escaso disimulo, nuestra cháchara infantil, salíamos del taller para esquivar sus sonrisas burlonas. Tía Rocío siempre acababa por interrumpir a gritos nuestras conversaciones para preguntarnos si habíamos merendado ya. 
Estábamos construyendo nuestro mundo, el bollycao podía esperar.

Sentadas precariamente en un banco al que le habían arrancado una tabla del asiento y todo el respaldo, hablábamos ilusionadas de un futuro que no dudábamos que íbamos a tener. El mundo es de los valientes, y en ese momento, había que ser muy valiente para enfrentarse con semejante inocencia al mundo.

Cerca de nuestro banco había un pequeño parque y raro era el día que no recibíamos un pelotazo que nos daba en la cabeza o manchaba las hojas de nuestra revista. Tras el balón, algún pequeño cuerpo masculino venía a por él sin muestras de arrepentimiento. No sé si desconfiábamos más del esférico juguete o de sus dueños.

La vida consistía en ver la serie del momento los jueves por la noche, aprobar los exámenes de mates y quedar todas las tardes a las cinco, bocata en mano, para ir corriendo hacia el taller de Trini y Tía Rocío. Sólo teníamos que disfrutar de cada momento y esperar a esa vida, que sólo por el hecho de imaginarla, nos pertenecía.

Repasando mis pensamientos sobre aquellos momentos veo que nuestra día a día estaba lleno de metáforas que acabarían tejiendo lo que vendría después: convierte los hilos perdidos en personas, los balonazos en desilusiones y los gritos de tía Rocío preguntándonos si habíamos merendado ya, en los de esas personas que se empeñan en que vivas en la tierra, y tendrás la ecuación completa.

El taller acabó cerrando y con él, el olor a pegamento, la radio local y las conversaciones entre las dos zapateras.
Dejamos de comer bocadillos de nocilla y comprar la Súper Pop, la vida nos golpeó con su balón una y otra vez, y aprendimos que deberíamos desconfiar más de aquel que nos da un golpe en la cabeza y encima nos pide algo a cambio.

Nuestros caminos se separaron y al encontrarnos, nos sorprendimos al saber, que ninguna de las dos se había casado; quizás no queríamos vivir soñando con que un hombre robusto nos secuestrara. Decidimos que no queríamos ser chicas de revista; queríamos algo más que maquillaje, vestidos y novios. Decidimos que queríamos hacer algo con nuestra vida.
Y aquí estamos, porque la vida está para vivirla, no para soñarla.

Mientras unimos fuerzas para subir la persiana del taller, Don Pepe pasa detrás de nosotras con una mujer que no es Loli, nos miramos y nos dedicamos una sonrisa cómplice. La persiana está atrancada y nos vemos obligadas a forcejear con ella un buen rato, pero cuando lo hacemos, sabemos que ese estruendo que hace que Doña Loli se asome al balcón, es el sonido de una nueva vida.








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